Era el mes de noviembre de 2018. En el coto habíamos decidido retrasar la apertura de la general y con un cupo de dos perdices. Con el razonable nerviosismo de una jornada inaugural de temporada, la idea era patear una zona bastante querenciosa en la que días antes había disfrutado del revoloteo de un nutrido bando de patirrojas.
Liberé de su ansiedad a Luna, que parecía no resistirse al eco de las detonaciones de las escopetas más madrugadoras. A paso ligero, la seguí hasta una pradera que, como su nariz confirmó, fue subterfugio de la reina. Se habían movido… A lo lejos, fuera de tiro, la cuadrilla levantaba ya su vuelo rebasando los límites del acotado. ¡Qué mala suerte! Pero no hubo tiempo para lamentos. El estruendo del batir de sus alas por mi espalda resultó sobrecogedor. Apenas pude distinguir a una pareja surcando el cielo en pleno éxodo por el hostigamiento del cuartel colindante. Me quedé con la postrera persiguiendo su apresurado vuelo y adelantando la escopeta en el mismo instante en el que apreté el gatillo. El cobro no fue sencillo, pero Luna estuvo a la altura del lance. Tras evaporarse durante unos minutos, pronto regresó con un primoroso macho entre sus fauces. ¡Vaya escena!
Resultaba muy extraño: la perrilla no correspondía a mis halagos de gratitud. Como alma que lleva el diablo, Luna volvió sobre sus pasos y, tras recorrer unos 100 metros, se clavó como un hierro. De repente, la fugada de la dupla se alzó ante mí para regalarme la culminación de un lacónico estreno que hoy rememoro con nostalgia.
Autor: Jaime Valladolid (Abogado y periodista)